Torre mozza

La torre está literalmente anclada en el agua. Construida en el siglo XVI como puesto de vigilancia en la costa toscana, hoy la Torre Mozza se ha transformado en un alojamiento singular que conserva el carácter de su origen: ocho habitaciones con vistas diferentes del mismo mar. No hay muchas construcciones como esta, en las que el vaivén de las olas marca el ritmo de la estancia desde los cimientos.

Su silueta de piedra parece haber sido olvidada por el tiempo. Está integrada en el Parque Natural de la Sterpaia, una zona de dunas y pinares donde el verano avanza con sombra generosa y las playas se conservan con un aire casi virgen. Desde la torre, lo primero que se percibe es el rumor constante del agua.

El interior no pretende deslumbrar. Las habitaciones, todas distintas, siguen la lógica de una estructura que no fue diseñada para el turismo, lo que las hace más interesantes. Una de ellas, la más solicitada, incluye terraza privada y una bañera de hidromasaje al aire libre desde donde se ve el archipiélago toscano. La decoración combina mobiliario antiguo sin pretensiones con sobriedad, sin caer en lo museístico.

Ahora bien, hay detalles importantes a tener en cuenta: al tratarse de una torre histórica, hay muchas escaleras y algunas son especialmente empinadas, lo que puede dificultar el acceso a ciertas zonas para personas con movilidad reducida. Aunque desde algunas habitaciones el mar parece solo tuyo, la playa no es privada. En verano, especialmente en julio y agosto, se llena de bañistas locales y familias que vienen a disfrutar de estas aguas tranquilas. No es un lugar desierto ni apartado, pero el entorno natural se mantiene cuidado, y la torre sigue ofreciendo pequeños refugios de intimidad entre sus muros.

El trato es cercano, casi familiar. Aquí no hay uniformes ni rigidez. El personal recuerda si tomas café solo o prefieres té, y esa calidez cotidiana acaba marcando el tono de toda la estancia. En el bar del salón se sirven bebidas y aperitivos por la tarde, y en la terraza  desayuna con frutas de temporada, panes recién horneados, miel local, embutidos de la Maremma y quesos del interior.

Por la noche, el restaurante Il Filibustiere toma el relevo con una cocina que trabaja la materia prima del entorno con cierta ambición. El chef Nicolò Valentino propone menús degustación que recorren Italia con pequeños desvíos hacia Asia, siempre manteniendo una línea elegante y sin artificios. La carta cambia con las estaciones y la bodega presta especial atención a los vinos de Bolgheri, blancos minerales y tintos con cuerpo.

El alojamiento sí dispone de un espacio exclusivo para sus huéspedes, con tumbonas en la playa entre vegetación mediterránea. La playa es de arena fina y, a cierta distancia de la orilla, se percibe una barra rocosa sumergida que ayuda a amortiguar las olas. Esta formación natural crea una especie de “piscina del mar” un espacio tranquilo donde nadar, flotar o simplemente dejarse llevar sin corrientes fuertes ni oleaje intenso.

Arriba, en la azotea, el jacuzzi al aire libre se convierte en un pequeño ritual al atardecer para ver las puestas de sol.

La zona, yendo al interior, está llena de senderos, como los de las colinas de Montioni; el parque minero de San Silvestro conserva restos industriales que forman parte del paisaje; los antiguos asentamientos etruscos de Baratti y Populonia te esperan con sus vestigios; y las localidades cercanas de Piombino o Follonica completan la escapada con vida local, terrazas y buen pescado. En la zona hay buenos restaurantes accesibles a pie o en pocos minutos en coche, una ventaja cuando se busca variedad sin complicarse.

Las estaciones cambian el lugar sin alterar su esencia. En primavera, el aire se llena de flores y el agua empieza a invitar al baño. En verano, las tardes parecen alargarse sin fin. En otoño, la luz se vuelve dorada y las playas se vacían. En invierno, el silencio cobra protagonismo.